domingo, 29 de enero de 2012




CON OJOS DE VIAJERO

La abuela Esperanza estuvo en Liebig, Entre Ríos, un pueblo con historia y encanto. ¡No te pierdas lo que le contó a su nieto!


La abuela Esperanza nos visitó y, como siempre, me llenó de verdes historias. Dijo, muy entusiasmada, que venía de Liebig, un pueblito entrerriano, que queda muy cerca de la ciudad de Colón.


Ella, cuando era más joven, iba seguido porque le encantaba sentarse en la playa del pueblo, a orillas del río Uruguay. Dice que lo más le gustaba entonces, era ver las raíces de los sauces llorones que crecían allí. Le parecía estar dentro de un cuento de hadas. Las raíces eran enormes y se multiplicaban sobre la playa, retorcidas, enmarañadas. ¡Un bosquecito en el recuerdo!


Esta vez se trajó una súper noticia: fue a la muestra permanente de mariposas del doctor Mateo Zelich que exhibe una colección de miles de ellas. Dice que Mateo Zelich tiene 300 cajas en exposición. ¡De todo el mundo!


Mateo Zelich es médico cirujano. Además de coleccionar insectos y
utilizar dos habitaciones de su casa para una exposición abierta al público, tiene fósiles, un huevo de dinosaurio encontrado en las cercanías, el escorpión más grande del mundo, y como si fuera poco… ¡piedras preciosas!
Mi abuela volvió enloquecida, queriendo ir nuevamente. A lo mejor me lleva este finde. ¡Ojalá!



La abuela también me habló de su charla con el Doctor Mateo Zelich. Tantas cosas le contó y parece que ¡tan interesantes! que me quedé mirando cómo los ojos de la abuela se ponían más verdes que nunca mientras me las contaba…
LIEBIG era el último puerto de ultramar durante la Segunda Guerra Mundial. Una fábrica inglesa se había asentado allí y se hacían extracto de carne y conservas. ¡Se faenaban 2800 vacas por día! Era en ese momento “la cocina más grande del mundo”. A esos productos los venían a buscar desde Inglaterra en barcos, con tripulantes de todas partes. Recuerda el Doctor Zelich que cuando era chico se podían ver africanos, croatas,…¡gente tan diversa caminando por el pueblo! Y que también una vez llegó un velero inglés de ¡cinco palos!
Había 1700 obreros y se fueron haciendo las casas alrededor de la fábrica, en su mayoría uruguayos.
Mateo contó también que Liebig fue el químico alemán que descubrió cómo hacer el extracto y conservar la carne, y dijo, muy divertido, que era medio rival de otro científico famoso, quien le decía “no te va a funcionar el invento…” ¡pero funcionó!
Orgulloso, Mateo Zelich le contó a la abuela que cuando él estudió medicina usaba un microscopio de Liebig.

Me dieron ganas de conocer al Doctor Mateo.
Te paso su dirección de e-mail por si a vos te ocurrió lo mismo: soniazelich@uol.com.ar.

Y la Muestra Permanente está abierta de 9 a 12 y de 15:30 a 20 todos los días, en Eric Evans 149 (3281) Liebig.

Graciela Vega
Billiken


Gentileza familia Zelich

sábado, 28 de enero de 2012

Regresando a Casa


Hola. Han pasado ya años desde mi último texto subido aquí. Aún vivía mi madre. Desde entonces no detuve los pasos hacia afuera y hacia dentro de mí. Retomaré mi Blog, subiré cosas que coseché en estos últimos años, más algunas de las que tomo mientras sigo caminando.

Va un cuento, de un Otoño de aquellos...

LOS SENTIDOS DEL OTOÑO

Por Graciela Vega

Quizás porque era otoño puso la mirada en ella. El otoño, sin dudas, era la estación más peligrosa para los sentidos. Los amarillos y ocres impulsaban, como movimiento reflejo, la animación de los brazos para atreverse a la ternura.

Focalizó un centro móvil, al paso. Era una y era todas. Ella como presa en fuga, él como cazador estático. Pero se detuvo en ella.

Todos los días la miraba pasar por la vereda mientras se afirmaba detrás del mostrador moviendo los ojos como si caminara a su lado. Aunque no existiera indicio de la hora precisa en que tomara forma allí afuera; ella aparecía, rozaba la esquina y se perdía por el costado de la vidriera.

Una tarde él sintió que una hoja crujiente entraba con ella al negocio. La mirada se hizo redonda, ojo contra ojo, otoño instalado sin escapatoria. Todo en ella era mirada, y él no podía dejar de verla. Crujían.

Una noche empezó a soñarla, ojos sin cuerpo al punto de la pesadilla lo despertaban una y otra vez. Se incorporaba para pensarla entera. Juntaba detalles que no lograba armar. Se retorcía en las sábanas para inventarla. La invocaba con ritual religioso, la reclamaba con puños apretados hasta que el cansancio lo ganaba sabiéndose sin ella.

Una mañana se despertó oliendo el perfume que él le había elegido, la nombró con un nombre que le brotó espontáneamente, y comenzó lentamente a crearla. Escuchó su voz nueva, sus historias que aún no lo referían, y empezó a verla cada vez más de cerca, asomándose al contorno exacto de su cuerpo. Puso minuciosamente un detalle tras otro para que lo ayudaran a pensarla en todos sus movimientos cotidianos.

La imagen de la mujer que inventaba se fue completando y creyó que ya estaba listo para abordarla y sorprenderla en la vereda.

Era otoño aún cuando él cruzó el mostrador rumbo a la calle, decidido a esperarla. El tiempo del otoño era dilatado y engañoso. Se apoyó en la entrada del negocio y permaneció allí hasta que la reconoció cruzando la avenida.

Ella dobló la esquina, giró, lo miró y crujió una hoja bajo su zapato. Siguió caminando, mientras a él el sonido tangible del otoño le alertó el cuerpo, dejándolo inmóvil. La nombró y no hubo respuesta. Quiso verla de frente y no pudo. Pensó en hablarle y no supo qué decir. Ella continuó caminando sobre las hojas sin volverse, al ritmo de la otra gente. Se perdió anónima.

Los árboles se encendían de furioso amarillo. Él regresó detrás del mostrador, reclamado por su trabajo. Se calzó los lentes de leer pedidos y continuó repitiendo, entre dientes, todos los nombres que aún seguían brotando de su imaginación.

....................

Desde el primer día en que Antonia lo vio salir apurado del negocio sintió que la piel no sólo le pertenecía al sol que la había tostado pareja y pacientemente en el duro verano. Él no la rozó, simplemente pasó como el viento, pero sus ojos atraparon la imagen. Siguió detrás de él un par de cuadras, lo dejó ir de espaldas mientras tomaba una calle lateral para encontrarse, en el café de siempre, con su abogado.

La charla estuvo dispersa y el abogado la notó distante.

No sabe Antonia cómo fue que se sintió atraída por esa esquina, ni por qué se le antojó pasar una y otra vez por la vereda del negocio de aquel hombre.

Pero lo hizo con obsesión y esmero, como acostumbraba ocuparse cada vez que se encendía.

Quizás porque era otoño, repetía nuevamente el ritual de buscar una ilusión, un espejismo para permitirse pegar el salto. Y detenerse en la caída, lentamente, disfrutando del vértigo.

Una mañana despertó imaginando aquel rostro entrevisto por la vidriera, era apenas el contorno de un hombre en apariencia común. Pero algo de él hacía que lo dibujara en su memoria con marcas distintivas y deseables. La señal más fuerte había sido, tal vez, la mirada. Recordó los matices de los gestos que pudo ver en él cada vez que, furtiva, lo había observado detrás del mostrador.

Una tarde, cruzando al descuido la avenida, penetró, a la distancia, en sus ojos. Ahondó los suyos para descubrirlo cerca y todos los sentidos del otoño se le vinieron encima. Sus pies la movían, el cuerpo de Antonia se sostenía pese al desgano de las piernas , mientras sus ojos de mirar lejos permanecían estáticos, congelando la imagen para el guión que escribiría prolijamente en su memoria.

A partir de ese instante, repitió una y otra vez la escena de esos ojos encontrándose en un punto único, íntimo. Algo de él había volado como una hoja hasta su rostro y Antonia sintió que la mirada de ese hombre desconocido se había convertido en algo parecido a una caricia. La tomó como un regalo y se acompañó con ella durante varios días.

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La ilusión se inauguraba de manera inédita, en la pantalla brillaban ojos y ojos pero la acción no fluía en el relato que Antonia debía concluir para su libro. Frustrada, volvió una vez más a la esquina que protagonizaba la historia. Sentía enojo, bronca, decepción. Entró al negocio, compró una tontería y esperó. Nada, ni una señal para continuar escribiendo.

La acción sólo se resumía en la imposibilidad y Antonia no iba a cerrar así la historia, quería personajes que hicieran más que cruzar miradas medievales.- ¿Hasta dónde se podía avanzar con la ilusión?- pensó, sabiendo que desde la ficción todo se podía construir.

Estaba instalada en el otoño, fusionada con sus personajes. Necesitó ir al diccionario para ver si hallaba alguna pista. Leyó una primera definición que no le gustó demasiado: “ilusión, una apariencia errónea que no cesa al ser reconocida como tal”. Prefirió incorporarle dos calificativos más filosóficos que encontró a continuación: la ilusión es algo “natural” e “inevitable”, para aceptar eso de que no cese cuando la razón nos pellizca los sentidos.

De todas maneras decidió continuar con el relato, después de todo era otoño y Antonia sabía que los sentidos se le agudizaban tanto en esa época del año, que aceptaría las imágenes como se le presentaran. En el fluir de ellas, la ilusión era la única acción posible.

Retocó su punto de vista, dio un viraje a su mirada y se plantó firme en esa esquina.

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Un paso que sigue a otro. Estoy aquí con el pretexto de inventar un hombre que de cuenta de todos los hombres que han partido de mi vida. Una razón para penetrar más allá de esta vidriera y testimoniar el encuentro de la realidad con lo fantástico.

Quisiera que el paisaje sea el de esta ciudad postergada en mi recuerdo, donde aún hoy la presencia del otoño me actualiza las retinas y las alimenta con señales nuevas para iniciar una vez más la ilusión, casi de vaivén pendular, que me lleva irremediablemente al corazón de un hombre.

Estoy alerta y confío en el tiempo. Desde la calle espío y espero. La acción vendrá y tendrá todas las formas posibles. En tanto, las hojas no dejan de caer y el aire frío penetra por las piernas sin que me mueva de este sitio. El olor húmedo del otoño se mezcla entre las manos que buscan esconderse en los bolsillos de la campera. La mirada insiste en encontrar esos ojos nuevamente. Permanecer inventando para lo que va a continuar.

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Una mujer y un hombre se miran y la vida se completa en ese círculo engañoso. Podrían conversar pero no lo hacen, podrían acercarse al punto de quedar atrapados en un sin fin de inventos. Pero nadie, ni yo misma, puede saber si lo harán. Una mañana, una tarde, una noche, se cerrará la historia.

Y el otoño, ese pretexto inevitable, será actualizado por los sentidos, cada vez que un hombre y una mujer se vuelvan a mirar.

Pliego mis hojas, y sin atreverme a revisarlas, camino hasta el negocio donde la ilusión fue el punto de partida y de llegada. Las entrego a un hombre real. - Es literatura, le digo. La realidad cíclica trasciende la ilusión y la esquina de Amenedo permanece allí, surgente. Los personajes cobran vida propia para seguir existiendo más allá de este relato.