domingo, 6 de julio de 2008

Hubo un paso...


El misterio inicial latente en cualquier viaje es: ¿cómo llegó el viajero a su punto de partida? ¿Cómo llegué a la ventana, a las paredes, a la estufa, al cuarto mismo? ¿Cómo es que estoy bajo este techo y sobre este piso? La respuesta sólo puede ser conjetural, sujeta a argumentaciones a favor y en contra, materia para la investigación, las hipótesis, la dialéctica. Me es difícil recordar cómo fue. A diferencia de Livingstone cuando se adentraba en lo más remoto del África, yo no tengo mapas a mano, ni un globo de las esferas terrestre o celeste, ni un plano de montes y lagos, ni sextante ni horizonte artificial. Si alguna vez tuve brújula, hace mucho que la perdí. Empero, tiene que haber alguna razón que dé cuenta de mi presencia aquí. Hubo un paso que me colocó en dirección a este punto y no a cualquier otro del planeta. Debo pensarlo. Debo descubrirlo.

Louise Bogan, Viaje alrededor de mi cuarto.

Sierras de la Vida

La Puelcheana

Por Graciela Vega


Al pie de la sierra más alta de Lihué Calel, debajo del alero de piedra, Puelcheana y Kurá guardaban las mantas de piel de guanaco y una pila de leña. El hombre salía a cazar animales. La mujer recolectaba semillas. Sobre la roca habían dibujado sus nombres con ceniza y raíces. Por las tardes les gustaba subir a la montaña, haciendo equilibrio entre las piedras. Saltaban esquivando las espinas. Se desafiaban para ver quién de los dos llegaba primero a la cima. Siempre ganaba Puelcheana que conocía los atajos y las huellas de los animales como nadie. Arriba, mientras esperaba a su marido, se sentaba a mirar la inmensidad.
Ese día de agosto, Puelcheana se refregó las manos para entibiarlas y las miró. Ásperas y pequeñas. Como el desierto. Las grietas de la piel mostraban el relieve de las venas azules que se afinaban, engrosaban y desaparecían. Levantó la cabeza y buscó a Kurá. Cielo y sal por todos lados, solo las sierras protegían del viento y ofrecían un poco de agua para beber .
Esta vez algo le oprimió el pecho. Se estremeció y buscó abrigo en el viento. El paisaje desolado de las sierras pampeanas se dibujaba hacia abajo. La sal, extendida como un manto sin límite. Siendo niña la había llevado por primera vez a su boca. Y la sed volvió a su memoria. Amaba ese lugar en donde había nacido y era feliz. Solo que a veces, cuando rugía el volcán, ella y Kurá pensaban en partir hacia el llano. Pero Puelcheana no estaba convencida, no podía imaginar una vida fuera de las sierras.
Ella apretó su cabeza entre las rodillas y así, acurrucada, sintió los latidos de su corazón. Respiró profundo y levantó la cabeza. Por el desfiladero, allá abajo, venía Kurá. Lo vio subir y empezó a bajar a escondidas para sorprenderlo. De pronto percibió el temblor de la montaña. El susto le había contraído el pie izquierdo. Como a uno de esos flamencos que había visto en la laguna del salitral. Atenta estaba. Oyó la voz del volcán a lo lejos. Hubiese querido estar en el refugio con Kurá, entibiándose junto a su cuerpo. Bajó el pie izquierdo y la montaña tembló nuevamente. El volcán no callaba. Puelcheana se puso de cuclillas y se abrazó. De repente se puso de pie y gritó. Después corrió, saltó de roca en roca, arañando su cuerpo al tropezar. Cayó. Se levantó una y otra vez. Kurá la llamaba para bajar y huir. Le gritó:
- Puelcheanaaaa...
Entonces la montaña se partió. Kurá cayó a un costado de la grieta.
- Puelcheanaaaa…
Ella se paró sobre una piedra grande y se mantuvo firme.
Un nuevo temblor. Ella se balanceó sobre la piedra. La grieta se hacía profunda. Ella quedó de un lado; él del otro. Puelcheana lloraba ahora. El cuerpo no le respondía. Saltar o quedarse. No tuvo tiempo para pensar y su corazón decidió. Si sus pies hubiesen huido antes de que bajara la lava… de que se profundizara la grieta...
Kurá, su compañero... pero el deseo de permanecer fue más fuerte.
Primero fueron los brazos los que se extendieron y se fueron afinando hasta terminar en dos puños, de los que brotaron espinas. Le siguieron los pies que se hicieron raíces y se hundieron en las uniones de las piedras. Pronto todo el cuerpo se alargó y se puso verde cubierto de blancas y filosas agujas. Y del pecho brotaron flores, las primeras flores del cactus que acababa de nacer.
…………………………

El cactus llamado Puelcheana solo crece en estas sierras. Los paisanos suelen llamarla también “Traicionera” porque, bajo el aspecto inofensivo de sus flores anaranjadas, las espinas asoman como dientes. Si alguien la toca ella teme que la saquen de su lugar. Entonces las usa para lastimar al osado, abriéndose en su carne y desgarrándolo sin compasión.